Quino, el vino y yo...


Lo primero que debo aclarar es que para mí el vino nunca ha sido una bebida sino un compañero. Un compañero ideal para compartirlo, claro, pero de no haber con quién, ahí está él para eso. Habiendo yo nacido en Mendoza jamás podría sentirme solo junto a una copa de vino. Porque puedo saborearlo charlando con el vino mismo, de la mesa familiar de mi infancia en la que él siempre estaba presente. O del perfume a madera y mosto de aquellas viejas bodegas llenas de ratones, telarañas y murciélagos, hoy asépticas, bruñidas, frías y con acero inoxidable. O recordándole a mi amigo, el vino, su presencia en tantos pasajes del Antiguo Testamento y aquel maravilloso golpe de escena que nos relata el Nuevo Testamento, cuando en las bodas de Caná, a pedido de María, Jesús transforma el agua en vino.

¡Eso sí que es un enólogo, no el papa frita de Michel Rolland! Podrían sumarse a esta charla con nuestro vino desde Velázquez al Cuchi Leguizamón o cualquiera de los cientos (¿miles?) de pintores, poetas, músicos, escritores, que en sus obras nos hablan de él. ¡Miren ustedes todo lo que cabe en una copa de vino! Por eso me irrita mucho que autoproclamados "conocedores" reduzcan todo ese inmenso, maravilloso mundo a ridículas metáforas como "textura aterciopelada", "brillo de raso", "sabor a frambuesa" u otros disparates textiles, frutícolas o florales que nada tienen que ver con el vino. Como tampoco soporto la moda de "darle aire" sirviendo vinos que no lo necesitan en copas/peceras cada vez más absurdamente groseras. Ni puedo sufrir la cursilería de ciertos restaurantes que consideran que dejarnos la botella en la mesa no es de buen gusto y tienen instruido a su sádico personal para que la deje fuera de nuestro alcance y no nos mire jamás para humillar nuestra libertad de cuándo beber un sorbo o no. Ni qué hablar de ciertos camareros que nos sirven el vino como si fuera una gaseosa cualquiera.

Para ellos se trata de una bebida más; me cuesta perdonarlos pero me apena la magia que se pierden. Una última cosa: seamos nosotros quienes decidamos si el vino nos gusta o no. No hagamos caso a "expertos" que nos digan qué es bueno y qué no. Conozcamos de vinos pero conozcámonos también a nosotros, porque "los peligros del alcohol" no están en el alcohol sino en nosotros, que debemos saber percibir nuestros límites. Cierta vez un cordobés preguntó a un amigo que estaba malamente desparramado sobre una silla: "¿Pa' qué chupai si no tení constitución?". He ahí la buena sabiduría del vino.

Fuente: Diario Clarín

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